lunes, febrero 27

La hora de la biblioteca

Ahora que se ha ido la luz, voy a ponerme a escribir para que nadie me vea.

Esta mañana, de repente y sin avisar, mi colegio pasó fugazmente por mi cabeza. En concreto las horas de biblioteca que teníamos una o dos veces por semana. Hacía mucho que no me acordaba de ello, de hecho, creo que lo había olvidado por completo. Qué felicidad por aquel entonces. Y qué extrañas horas. No sé si en algún colegio harán eso con los niños de primaria, pero me parece una excelente idea.

Era una hora de clase como otra cualquiera, pero nos llevaban como alegres presos a una pequeña biblioteca reservada para las manos inquietas y las mentes de arcilla fresca. Era una sala llena de cojines en el suelo, donde nos sentábamos después de elegir un libro, o recuperar aquel que estábamos leyendo. Siempre estábamos en silencio, absortos en nuestras lecturas, aunque de vez en cuando se oía algún murmullo. Una monja custodiaba el lugar, como un faro de mil ojos que lo veía todo. A veces, cuando terminabas un libro y se lo llevabas para que te lo registrara, te preguntaba de qué trataba, desconfiada. En ese momento tenías que hacer un esfuerzo sobre humano para recordar de qué iba la historia, si no le habías prestado demasiada atención.

Era una de mis horas favoritas en el colegio...creo que de ahí viene mi amor por la lectura.

Qué extraño recordar esto de repente. ¿Cuántos recuerdos escondidos habrá por aquí? Quizás ocurren tantas cosas a lo largo de una vida que los buenos recuerdos permanecen como sensaciones. En este caso, lo representaría señalando la montaña de libros que se lleva formando en mi habitación desde hace años. Ahí estaría el recuerdo, entre mis manos y no en mi cabeza. Lo puedo tocar y sentir.

1 comentario:

John Keats dijo...

Las cosas permanecen como sensaciones, cada vez lo tengo más claro.
Quizá las monjas como faros de mil ojos, sí que sabían enseñar, pese a ser todos hijos de la logse.