martes, noviembre 16

Relato (primera parte)

Decidió irse aquella noche. Recogió las pocas pertenencias que le quedaban sin hacer apenas ruido, como si sospechara que alguien pudiese estar al otro lado de la puerta queriendo escuchar. Quería ir con cuidado pero sus pasos delataban las ansias de marcharse. Lo había imaginado tantas veces que ahora que estaba pasando le parecía algo irreal, se pellizcó llevada por el temor de estar soñando pero se volvió a ver frente a la mesa de la cocina junto al fardo casi listo. Lo terminó despacio y, cuando lo hizo, un brillo totalmente irracional iluminó sus viejos ojos. ¿Se lo parecía o era el equipaje más perfecto que había visto? Se estaba dejando llevar como una niña emocionada. Lo cogió casi temblando y se dirigió a la puerta, pero antes de alcanzarla sintió una punzada de vacío, había olvidado algo que era muy preciado para ella. En su cama lo encontró, bajo el colchón, el poema que su nieto le había escrito:

"Tengo frío
pero no me importa,
adoro ver el mar,
tan inmenso, tan bravío...
él no tiene tiempo de llorar".

No necesitaba ponerle frente a ningún espejo para descifrar lo que ponía aquel trozo de papel, pues de memoria se sabía cada palabra y cada verso escrito en él. Su querido nieto lo había escrito de tal modo que sólo ella pudiese leerlo, ya que nadie más conocía el truco para descubrir lo que allí había.

Ahora que lo tenía todo ya podía irse, así que sin dilación y con mucho cuidado abrió la puerta y salió de la casa. El fresco aire de la noche la golpeó en la cara, pero no era hiriente sino más bien una suave caricia que dejaba restos de libertad. Respiró hondo, quería disfrutar del embriagador aroma que por última vez le iba a dejar la aldea. Sin querer unas lágrimas quisieron asomarse y deleitarse también de la brisa nocturna, pero no tuvieron oportunidad pues el aroma se volvió insoportable cuando el silencio se rompió. Se oyó un golpe seco que venía de no muy lejos, lo que la hizo quedarse muy quieta, respirando con dificultad. No podía acabar todo en ese momento, ni había salido de la aldea. "¿Quién podría estar merodeando a estas horas?" se dijo Julia angustiada. Se aferró al pensamiento de que podría tratarse de un animal para calmarse un poco, un lobo o tal vez una oveja que se había salido del redil. Otra vez ese sonido. Su corazón latía con fuerza. Volvió a oírlo. Parecía que estuviese allí mismo, a su lado. Esta vez iba acompañado de un gemido. Sus pensamientos tranquilizadores ya no servían de mucho. Le costaba tanto respirar y su corazón latía de tal manera que sus manos se agarrotaron, haciendo que lo que tenía sujetado tan fuertemente se precipitara hacia el suelo emitiendo un ruido lo suficientemente fuerte como para que lo oyera la persona que andaba por allí. Presa del pánico, no era capaz de salir corriendo, tan sólo se quedó mirando el fardo tirando en el suelo; ahora ya no era perfecto, sino el más horrible que hubiese visto. 

Unos pasos se acercaron al lugar.

- ¿Quién anda ahí? ¿Señora Julia, es usted?- sus pasos cada vez eran más enérgicos hasta que se detuvo frente a Julia, a la que se encontró con las mejillas empapadas y mirando pero sin ver nada lo que parecía ser un montón de trapos tirados en el suelo.

-¿Qué ocurre aquí?- dijo con más enfado que curiosidad- ¿Iba a huir?- los ojos de Julia se clavaron en ese momento en los de su vecina. Ella no iba a huir, iba a ser libre. - ¡Ja! ¿Y a dónde? Recuerde que si no fuera por nosotros estaría usted aún sola y vagando por ahí, no tiene a nad...

Todo ocurrió muy deprisa. Después de atizarla con un tronco que encontró apostado al lado de la puerta, echó a correr tan rápido como sus ancianas piernas se lo permitían; pero cuanto más veloz deseaba ser, más pesada se sentía. Antes de que el cansancio pudiera con ella, exhausta y sin aliento, ya había alcanzado su destino. Miró hacia atrás por si alguien la seguía. No sabía si la había visto alguien. Pero eso ya no importaba, en unos segundos iba a desaparecer. Se inquietó al ver que era más oscuro de lo que parecía de lejos. Nunca había entrado, en realidad ni ella ni nadie que conociera. La gente tenía miedo a ese bosque, pues se decía que allí dentro en noches de luna llena las brujas celebraban sus aquelarres de los que incluso las ánimas se escondían. Más de uno llegó a jurar que había oído sus frías risas. 

A pesar de las leyendas que pesaban sobre ese bosque, Julia ya tenía decidido que sería su hogar. Lo supo desde siempre pero aún no había tenido la oportunidad de disfrutarlo. Quería escapar de aquella gente vigilante constantemente de todos sus pasos, hipócrita en cada palabra, cada gesto; eternamente artificial, como hechos a medida por un carpintero con los restos de su pobre taller.


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